Los invisibles del Real de Minas. Reflexiones y propuestas en torno al sitio arqueológico de Nóvita Viejo, Chocó. Siglos XVIII-XIX
LOS INVISIBLES DEL REAL DE MINAS.
REFLEXIONES Y PROPUESTAS EN TORNO AL SITIO ARQUEOLÓGICO DE NÓVITA VIEJO, ALTO
SAN JUAN-CHOCÓ. SIGLOS XVIII-XIX
LUIS FRANCISCO
LÓPEZ C.
Antropólogo
Universidad Nacional de Colombia
RESUMEN:
En medio de los conflictos y potencialidades que hacen del Chocó uno de
los departamentos más controvertidos de Colombia, la posibilidad de llevar a
cabo una intervención arqueológica en el antiguo Real de Minas de San Francisco
de Nóvita, hoy abandonado en la selva pero vivo en las tradiciones locales y
los documentos de archivo, constituye una alternativa de interés comunitario
que no sólo permitiría ampliar nuestro horizonte investigativo, sino que
también contribuiría a destacar con mayor énfasis la gran riqueza cultural de
la región, y sobre todo, la imagen invisibilizada de los protagonistas de su
propia historia. Esta artículo busca hacer aproximaciones teóricas y
metodológicas a partir de fuentes primarias y algunos estudios adelantados en
otros países.
PALABRAS CLAVE: Nóvita Viejo, Real de Minas, esclavizados,
transculturación, arqueología afrocolombiana.
ABSTRACT: In the middle of the conflict and
potencialities which make of Chocó in one of the most controversial provinces
of Colombia, the possibility to carry out an archaeological intervention in the
ancient Real de Minas of San Francisco de Nóvita, nowadays abandoned in the
forest but alive in local traditions and archives documents, it constitutes an
alternating of community interest which not anly allow to expand our investigative
horizon, but it also would contribute to emphasize the great cultural wealth of
the region and especially, the unseen image of the protagonist of their own
history. This essay search to do theoretical and methodological approximations
as of primary sources and some studies carried out in other countries.
KEY
WORDS: Nóvita Viejo, Royal Mine´s,
slaves, transculturation, afrocolombian archaeology.
“Cuando llegó, en
el pueblo no había nadie. Las puertas y las ventanas quedaron de par en par. El
silencio era sepulcral”
El padre Janeiro
Jiménez Atencio, luego de la masacre de Bojayá (Neira, 2002)
A finales de
1897, la sociedad bugueña[1]
se estremeció de asombro cuando Luciano Rivera y Garrido, el autor de Impresiones
y Recuerdos, divulgó la entrevista realizada por él mismo a una persona que
durante treinta años había integrado las páginas de una novela romántica cuyo
fundamento histórico, se confundía con el entorno legendario de un poeta nacido
en Cali en abril de 1837. Miembro de una familia aventajada económicamente, al
menos durante un tiempo, Jorge Isaacs escribió María apoyándose en
recuerdos personales en los que era imposible pasar por alto las minas de oro y
platino, las grandes haciendas y los centros urbanos decimonónicos que también
constituían el escenario de hombres y mujeres cuyos ancestros habían sido
arrebatados de sus territorios originales, la mayor parte de estos ubicados en el occidente de África,
para luego ser vendidos y adquiridos como mercancía por efecto de la trata
esclavista (Escalante, 1964:65-110).
Para la gran
mayoría de esas personas, se trataba de un proceso de explotación,
aculturación, resistencia y mestizaje iniciado hacía más de dos siglos en las
costas de Cartagena, el principal puerto “negrero” de entonces. Juan Angel Molina (Foto 1), el individuo
“...de edad provecta, fisonomía benévola y estatura más que regular, vestido
con ruana negra de paño, aforrada en tartán de cuadros que dejaba entrever bajo
sus pliegues un saco-blusa de amotape azul; pantalones de tela de algodón, casi
blanca y sombrero grande de paja, con ancha cinta en la cónica copa” que un día
cualquiera atravesó el umbral que daba acceso a las habitaciones de Rivera y
Garrido, amigo íntimo de Isaacs, era según los parientes de este último, el mismo
“negrito Juan Ángel” de la
novela a quien los lectores
recordarán como el paje de Efraín, el
narrador y protagonista en la obra literaria (Isaacs: /1867/2001:56-71).
FOTO 1. Juan Angel Molina (1830-1899). Fotografía tomada de El Tiempo, 18 de junio de 1967 (en: López, 2002:253)
El supuesto hijo
de Nay o Feliciana, princesa de un reino africano traída desde la provincia del
Atrato a la hacienda La Rita por el padre del narrador en su último viaje a
Jamaica, cobra vida desde un mundo transformado por la leyenda a través de las
palabras que con orgullo dirige al amigo del novelista en ese año de 1897: “Mi
madre se llamaba Isidora...Les contaba a las otras esclavas y sirvientas libres
de la hacienda que ella había sido traída muy jovencita de por allá de los
lados del mar, del país de Guinea, y agregaba que su padre era un gran jefe.
Cuando las niñas del patrón Jorge bajaban a las haciendas del valle y mi madre
veía las peineticas de oro que ellas se ponían a uno y otro lado de la cabeza
para adornarse el cabello, me decía con tristeza: «Ve, Juan Ángel, de eso mismo
era la corona que me ponían a mí en mi país, cuando mi padre daba alguna
fiesta»” (ver: López, 2002: 252-253, 300). Nuestro personaje murió en la hacienda
Pílamo de Caloto-Cauca el 14 de noviembre de 1899, con él, pudimos sacar a la
luz a otros miembros del componente socio-cultural afrocolombiano vinculados a
la tradición isaacsiana, antes ignorados por la investigación histórica; así,
en el archivo de la catedral de Palmira reposan los nombres de Marcelina,
Feliciana, Gregorio, Bruna, Remigio y Dolores entre otros, todos: “...esclavos
del Sr.Jorge Isaacs” padre (ibid.).
Una sensación
muy específica genera la figura humana estilizada en el panel del quilombo de
Cabaça (Brasil), publicada por Guimarães y Lanna en 1980 (citados por Funari,
1994a:40,43). Para los investigadores comprometidos con esos trabajos pioneros
de la arqueología de las comunidades afro en América Latina, aquella
representación pictórica, junto a los objetos recuperados en las excavaciones
como vasos, botellas y pipas, demuestra la expresividad propia del mundo
cimarrón, de un proceso creativo que busca afianzarse políticamente a través de
redes de intercambio y contacto cultural que, constituyen el escenario donde
las tradiciones ancestrales intentan ser más definidas, sin que esta afirmación
implique que las controvertidas “huellas de africanía” representen el único
criterio de análisis para entender el desarrollo e integración de los
esclavizados africanos y sus descendientes con, un proyecto de construcción
nacional que aún se debate en medio de la pobreza, el desplazamiento y el
genocidio, tal como se deduce de los recientes sucesos en Bojayá-Chocó, donde
sus habitantes fueron victimas de un conflicto que exhibe distintas máscaras en
el panorama histórico colombiano (ver: Neira, 2002); esto también incluye a las
sociedades prehispánicas en disputa por el control de los valles interandinos y
las altiplanicies. En su novela Andágueda, el escritor antioqueño Jesús
Botero Restrepo realiza una excelente y pintoresca aproximación a este problema
entre los mineros del Chocó durante la primera mitad del siglo XX:
_ ¡Eh,
paisa! ¿Pol qué madrugó tanto, si se
pué sabé? _ inquirió jovial desde la puerta y a guisa de saludo, un chocoano
charolado, de tez de betún, abanicado la volátil ceniza de la mañana con el
perfil abierto de la sonrisa mientras se amarraba a la cintura la amarilla
coleta con parsimonia.
-- ¿Y a vos que te importa?
-- Pejdone, pué, que di' habé sabío la repuejta,
naa re había preguntao –rezongó violento el negro, plegando para un mutis de la
sonrisa el telón pulposo de los labios sobre la alba dentadura.
-- Pues a mí no me jodás nunca negro pendejo.
-- Mardita sea mi suejte que ujté lo que quié el
bucame camorra y conmigo si tié que peliá.
Y palpó
decidido con la mano de tizne, en la que resaltaba el pigmento canelo claro de
la palma, el lugar de la peinilla en el cinto, quedando desolado al notarlo
vacío.
(...)
Hubo revoloteo
de filos en el gélido aire.
-- No se meta nadie –sentenció una voz.
-- Déjenlos que se maten. Pa eso son hombres. (1968?:25-26)
De una situación
tan compleja, generada por el sometimiento, explotación y marginación de otros
seres humanos por parte de grupos, instituciones y culturas dominantes, tenían
que surgir los mecanismos que invisibilizan el papel de las minorías étnicas en
la construcción de una sociedad moderna y esencialmente mestiza que, por
cierto, no acabamos de entender. Es
precisamente ahí donde radica la importancia de la arqueología como recurso
científico que aporta elementos de discusión a la dinámica social como
fundamento de identidades personales, grupales, regionales, étnicas y
básicamente territoriales. En su disertación sobre la enseñanza de la historia
nacional, publicada inicialmente en el periódico El Tiempo de Bogotá el
20 de noviembre de 1977, el historiador y filósofo Néstor Emilio Mosquera
afirmaba lo siguiente: “El temor es fundado: la historia es un enorme
recipiente donde las clases sociales y los pueblos tienen depositados sus
intereses pasados y futuros. Nunca la mirada de la historia es indiferente. Esa
es la razón de todo Estado por hacerla oficial. (...) Entonces, el primer
problema que ofrece la historia es que el pueblo la hace pero le enseñan otra”
(2003:36)
Más que definir
la problemática afro desde una visión particularizada, el desarrollo de nuestro
artículo busca entender la articulación y transformación de ese componente en
un modelo social donde interactúan distintas maneras de ver el mundo
subordinadas a los grandes proyectos colonialistas, imperialistas y
oligárquicos como factor determinante, aunque estas últimas designaciones no
siempre hagan presencia en la historiografía colombiana, y mucho menos en la
bibliografía arqueológica. Funari (1993:21; 1995:242-243), por ejemplo, entiende la aparición de los
nuevos modelos teóricos en la historia de la arqueología brasilera desde una
tendencia académica de carácter humanista, exiliada por un régimen militar que
entre 1964 y 1985, apoya proyectos extranjeros que reducen el interés por la
identificación de esas contradicciones y luchas de clase en el registro
arqueológico y archivístico a favor de actividades descriptivas que, según el
autor, proponen una “ciencia neutra” donde el arqueólogo termina asumiendo una
postura apolítica. En el modelo tradicional clasista de la sociedad brasilera,
los programas educativos y la apropiación cultural del patrimonio histórico son
utilizados como mecanismos que suprimen, enmascaran, invisibilizan y refuerzan
en la mentalidad popular un imaginario de influencia europea que apoyándose en
el mito de los bandeirantes, justifica la exclusión e inigualdad de
indígenas y afros como gestores sociales y copartícipes de la nacionalidad
(Funari, 1993:20-27; 1994b).
El mismo
carácter poseen las exposiciones permanentes en el Museo Nacional de Colombia
donde, a pesar de algunas modestas innovaciones que apuntan a destacar el
componente afro en el desarrollo histórico de este país, especialmente con el tema de Domingo “Benkos”
Bioho y el cimarronismo en la Costa
Caribe, lo que sin duda resalta de una manera sustancial es el poder simbólico
que aún ejercen las figuras pictóricas y objetos cotidianos de próceres y
presidentes de la República. Sin dejar de reconocer el impacto que esos
representantes de la elite han tenido sobre nuestras vidas, lo cierto es que la
invisibilidad de aquellos que trabajaron las minas y grandes haciendas
neogranadinas propiciando los alcances tecnológicos y los grandes capitales que
hacen de Colombia una nación a punto de ser definitivamente integrada, parece,
al nuevo orden mundial, lo son por haber hecho parte de grupos subalternos que
no tenían en la escritura el principal medio para comunicarse y fortalecer una
memoria que se diluye en la oralidad y, los vestigios materiales que hacen
presencia al margen de lozas y porcelanas importadas en sitios arqueológicos
que la selva, la montaña y la sabana han ocultado (o protegido) a la memoria
oficial. Esto es lo que da importancia a la opinión de Funari:
Si el pueblo
poco aparece en los documentos escritos, si cuando aparece no pasa de citación
de la elite, si para llegarnos a él la fuente es antes un obstáculo que un
camino, esta misma masa anónima domina el documento material: la cultura
material es producto directo del pueblo. (...) Estos y otros deseos de los
esclavos, muy raramente presentes en fuentes escritas, están presentes en
instrumentos musicales, en juguetes, en botellas y muchas otras cosas más,
hechas o usadas por los esclavos mismos cuyos restos constituyen el material
principal de la arqueología histórica (1994a:36)
A pesar de todo,
no cabe aquí el concepto de “etnoarqueología” en el amplio sentido de la
palabra, exceptuando el valor que su método de confrontación y analogía
etnográfica pueda tener en un momento dado, ya que como se insiste arriba, es
más importante abordar el estudio de aquella matriz histórica como una
problemática integral en un contexto multifacético donde intervienen varios grupos
que se influyen mutuamente, y que en el plano del mestizaje, dan lugar a
enmascaramientos, sincretismos y/o yuxtaposiciones. Aún así, al iniciar el
reconocimiento arqueológico de Nóvita Viejo el 4 de enero de 2003, éramos
conscientes de que quizá, los vestigios coloniales y republicanos que nos
permitirían hacer aportes a una arqueología tan deficiente en investigaciones
consolidadas, podrían tornarse “invisibles” ante nuestra capacidad teórica e
interpretativa debido a las múltiples variables que caracterizan este fenómeno
de contacto y resistencia cultural; una de ellas expresa la necesidad de
distinguir la producción material de los esclavizados de este Real de Minas de
la de otros actores: esclavistas, indígenas y “mestizos”[2]
que de una manera u otra, estuvieron involucrados con la explotación de oro y
platino en ese lugar durante casi todo el siglo XVIII y la primera mitad del
siguiente.
Dicho problema
es común a todos los informes sobre “Arqueología Afroamericana” desde que
Charles H. Fairbanks adelantase los primeros estudios en sitios de la costa
este de los Estados Unidos (Georgia y Carolina del Sur) durante la década de
los sesenta. Con estas primeras excavaciones, realizadas en asentamientos de
una población negra que veía “aislada” en el contexto general de las haciendas
algodoneras de la colonia británica, Fairbanks se mostraba más interesado en la
identificación de una alfarería típica afro-americana que en el reconocimiento
de “huellas de africanía”; es decir, en la búsqueda de patrones o rasgos
culturales de origen africano que hubiesen sobrevivido a los procesos de
aculturación, explotación y sometimiento, y que de alguna manera, se vieran
reflejados en esos objetos materiales (Singleton, 1988:346-347). Esta misma
discusión ha ganado vigencia en nuestro país con planteamientos de orden
etnohistórico y etnográfico defendidos por investigadores como Aquiles
Escalante, Nina S. de Friedemann, Jaime Arocha, Adriana Maya, y
específicamente, por Armin Schwegler en su aproximación arqueológica al cementerio
de San Basilio de Palenque-Bolivar, comunidad en la que afirma distinguir
pautas funerarias de origen congo-angolés (1991)[3].
En Norteamérica,
la controversia en torno a la producción cultural afro se acentúa cuando en
1962, Noël Hume clasificó una cerámica que mezclaba características europeas y
no-europeas a la cual llamó inicialmente Colono-Indian-Ware, por
considerarla de origen nativo con influencia foránea. Al tiempo que Steven
Baker, una década después, relacionaba esos vestigios con los indígenas
catawbas de Carolina del Sur, se estaba excluyendo a los afroamericanos como
posibles autores o copartícipes de las manifestaciones artísticas que se
integran a esa producción alfarera. La presencia de esos objetos en los sitios
de esclavitud sería entonces explicada por simple intercambio comercial
(Funari, 1996:4-5). En situaciones como ésta, es donde parece evidenciarse con
nitidez el rol político que las interpretaciones arqueológicas juegan como
parte de valoraciones que reviven los mecanismos de estigmatización social, de
ahí que sea un tanto cuestionable la propuesta de que el arqueólogo que no
asume una posición vanguardista es necesariamente apolítico, ya que sin duda,
las clasificaciones tipológicas y las rigurosas descripciones constituyen un poderoso
instrumento de exclusión a favor de otra perspectiva dominante. Por esa misma
ruta es como se ha llegado a considerar que las obras de Picasso, Botero y Dalí
son arte mientras las representaciones pictóricas callejeras en los
ámbitos rural y urbano son “artesanías”. Otro planteamiento muy conocido es el
que cataloga como escritura a los textos epigráficos de Roma, Egipto y
Fenicia, y como “ideogramas” a los signos pintados y tallados de origen
indígena y afro que se extienden por diversas regiones de Sudamérica y las
Antillas; aunque de manera paradójica, el mismo concepto de “arte rupestre” ya
genera una actitud conformista que limita nuestro acercamiento a la complejidad
de esos significados.
Ignorando por un
momento las valiosas obras artísticas elaboradas en las antiguas ciudades de
los reinos de Ghana, Mali y Benin del occidente de África, entre los siglos
VIII y XIV (ver algunos ejemplos en: catálogo Presencia Africana, 1993),
habría que atribuir ese aparente vacío en la producción material de los
esclavizados en las haciendas de New England, como se desprende de las
interpretaciones de los primeros arqueólogos que abordaron el tema, a un
desajuste teórico que comenzó a ser replanteado por Leland Ferguson (1992;
citado por Funari, op.cit. p. 5 y Singleton, op. cit., p.
348-349) en lo que hace referencia a la cerámica que entonces pasó a llamarse Colonoware.
Desde su óptica, este autor concluye que dicha alfarería es la representación
simultánea de las tradiciones catawba y afroamericana; en otras palabras, que
corresponde a un conjunto de objetos cerámicos producidos y usados tanto por
indígenas como por afros.
Para Martín Hall
(citado por Funari, ibid.), la existencia de esos recipientes domésticos
en los sitios arqueológicos expresa un fenómeno muy importante de resistencia
cultural cuyo propósito, más que exhibir tradiciones indígenas y africanas,
denota una polarización social “no-europea” frente a los opresores. Con todo
eso, y de manera específica para el componte afro, Ferguson cree distinguir
recursos técnicos en la producción alfarera y una serie de representaciones
simbólicas que eventualmente, podrían atribuirse a influencias afro-caribeñas
antes que a un sustento cultural “directamente” importado desde África (op.cit.),
pues entre otras cosas, las nuevas investigaciones facilitan concluir que la
variedad en la distribución de estos artefactos sobre las plantaciones de la
costa este de los Estados Unidos, estaría evidenciando respuestas adaptativas
de los afroamericanos a los presiones sociales generadas durante un lapso de
ciento cuarenta años que se entienden de acuerdo a tres periodos: Esclavitud
Colonial (1740-1790), Propagación de la Esclavitud (1790-1861) y, Guerra Civil
y Abolición (1862-1880).
Irónicamente, al
ser abolida la esclavitud, estas poblaciones se vieron obligadas a responder a
nuevas circunstancias de orden político y económico que transformaron
sustancialmente aquellos reductos de “herencia africana” (Singleton, op.cit.,
p. 345-346). En 1988, como parte del Proyecto Annapolis, se efectuaron
excavaciones arqueológicas en tres sitios correspondientes a ocupaciones
afroamericanas de comunidades libres y de esclavizados[4].
La recuperación y análisis de material cerámico, botellas de cristal y restos
de comida si bien demuestra la continuidad de prácticas culturales de origen
africano, también permiten hacer evidente la inevitable absorción de esos
rasgos por parte de la ideología dominante a través del uso de medicamentos y
bebidas alcohólicas que, coexisten en medio de pautas de resistencia cultural
basadas en el consumo alimenticio de ranas obtenidas fuera del mercado
(Mansilla, 2000:9-10; citando a Leone et.al., 1995).
De esa manera,
cualquier aproximación arqueológica a las comunidades afrocolombianas debería
partir de un entendimiento profuso de las diferencias regionales en cada
momento decisivo de la historia nacional (López, 1993). Ahora bien, desde la
perspectiva afro, esos cambios o continuidades podrían ser evidentes con la
oportuna interpretación y difusión pedagógica de tradiciones orales, ritos y
creencias, los cuales, nos facilitan entender procesos que finalmente son de
naturaleza transcultural. El antropólogo y co-investigador John Antón Sánchez,
nativo del Municipio de Condoto-Chocó afirma lo siguiente: “Independiente del
modelo arqueológico que se asuma para diseñar una especialidad para las
comunidades negras, se piensa que esta debe buscar la reconstrucción histórica
del pueblo afrocolombiano, teniendo en cuenta todas sus referencias culturales
como la tradición oral, el mito, el arte, el folklore, además de los aportes de
las fuentes primarias” (2002:4).
La afirmación de
la transculturalidad se puede entender no sólo con los múltiples vocablos de
origen africano extendidos en las diversas regiones de Colombia tales como bunde,
mondongo y bambuco (ver: Escalante, op.cit., p.:145-182;
Pereachalá en: Anónimo, 2003), sino también con las tradiciones que, por
ejemplo, aún conserva doña Esther Mosquera de la comunidad de San Pablo Adentro
en Itsmina-Chocó (Foto 2), a propósito de una leyenda sobre “tres cruces” que
se iban erigiendo en el poblado para eludir la influencia maligna de un ser de
apariencia caucásica (Entrevista. 6 de enero de 2003). Según Escalante, las
técnicas de explotación minera, tan conocidas y diversificadas ahora en la
Costa Pacífica, tienen su precedente en los sistemas utilizados por los
indígenas desde antes de la Conquista para la obtención del material aurífero
en depósitos aluviales; más tarde, fueron adoptados por españoles y afros en
los reales de minas (1971:78). En términos metodológicos, es importante señalar
cómo la integración de fuentes orales, documentos de archivo y toponímicos que
aluden al quilombo de Ambrosio (Minas Gerais-Brasil), destruido por un incendio
en 1746, han sido de absoluto valor para distinguir filiaciones que Mansilla (op.cit.
p. 11) denomina “etnoculturales”, al tiempo que permiten establecer diferencias
entre asentamientos de tipo agrícola y minero como expresión de un fenómeno de
naturaleza americana que, a pesar de las particularidades, nos corresponde
valorar analógicamente debido a sus semejanzas con el caso colombiano.
FOTO 2. Esther Mosquera narrando una leyenda local
(San Pablo Adentro-Itsmina)
En el terreno de
lo que muchos autores denominan: “cultura material”, los análisis de tecnología
cerámica efectuados por Petersen y Watters (1988) con veinte fragmentos
correspondientes a ocho vasijas hallados en asociación con tumbas utilizadas
para sepultar los cuerpos de diez individuos en el cementerio colonial de
Harney (Montserrat, Indias Occidentales), comparten técnicas de manufactura,
cocción y tratamiento de la superficie que permiten distinguirlos de la cerámica
nativa, a pesar de las dificultades que implica afirmar si esos objetos fueron
elaborados localmente para definir una vinculación con actividades de consumo.
La evidencia de patologías en los restos óseos como osteoartritis, anemia y
desnutrición, así como una alta incidencia de fracturas, hace pensar a los
arqueólogos que se trata efectivamente de esclavos inhumados allí a finales del
siglo XVIII (ibid., p. 169-170).
En ese sentido,
la búsqueda de una alfarería “afroamericana” es muy similar a la búsqueda de
“huellas de africanía” en otros rasgos culturales. Una buena parte de la
generación de los setenta recordará con nostalgia a Kunta Kinte, el
protagonista de la novela Raíces de Alex Haley, en su infructuoso y
desesperado intento por huir de la plantación Waller y atravesar el océano para
regresar a su Gambia nativa tras la memoria de su padres Omoro y Binta. La
admiración y respeto que inspiraba aquel héroe en un público ansioso por el
éxito de su audaz empresa, no pudo evitar que en la serie de televisión, y en
la vida real, sus descendientes se transformaran en una familia norteamericana
que doscientos años después se preguntaba acerca del significado de palabras
como “Kamby bolongo” y “ko”, supuestamente pronunciadas por “Toby”: el nombre
impuesto por el esclavista para ocultar la verdadera identidad de Kinte, según
la tradición oral de la prima Georgia: “¡...y estaba cortando madera para hacer
un tambor cuando lo robaron!” (/1976/1978:570-594).
Ignorar los
procesos de adaptación y transculturación que en nuestro continente siguen al
ingreso de personas oriundas de grupos étnicos de la costa occidental y el
norte de Africa, puede conducir inconscientemente a un determinismo genético
enmascarado por clasificaciones estilísticas, es decir, a una actitud racista y
segmentada donde el hecho de ser “negro” implica generar una alfarería típica
que distingue a esos grupos de los demás, lo cual ubica nuestra problemática al
margen de un enfoque integral en antropología, pues los afroamericanos habrían
sido totalmente capaces de elaborar objetos de vidrio, loza o porcelana si las
circunstancias así lo hubiesen exigido, aunque a decir verdad, el término
“afro” no se desprende mucho de una connotación discriminante, así haya sido
gestado por los círculos académicos y las mismas “negritudes”.
A propósito de
la transculturación, las implicaciones que este fenómeno tiene con relación al
problema del etnónimo o la búsqueda de un término construido desde una
perspectiva émica, es decir, por los mismas comunidades americanas que se
reconocen “afrodescendientes” (ver: Pereachalá, 2003), se acentúa con el relato que Whitten y
Friedemann (1974:95-96) retoman del viajero y sacerdote Miguel Cabello Balboa
para señalar cómo a finales del siglo XVI, un grupo de veintitrés africanos
provenientes de Guinea, se fugó de una embarcación liderado por el ladino
Alonso de Illescas, con quien se internaron en la provincia de Esmeraldas
(Ecuador). Allí entraron en contacto con los indígenas, y tiempo después,
cuando las autoridades de Quito negociaban su sometimiento a la Corona
Española, ya se hablaba de una “República de zambos” cuyos miembros, según lo
representa una pintura de la época, aparecían vestidos con trajes europeos y
adornados con narigueras, orejeras, collares y pectorales según el estilo
indígena de la región.
La Rosa Corzo
(1996), por su parte, analiza un conjunto de esculturas zoomorfas y
antropomorfas, así como algunos petroglifos hallados en 1938 en el interior de
una cueva durante un reconocimiento petrolífero en la zona NW de la Ceiba del
Agua (Provincia de La Habana), como un emplazamiento de culto afrocubano que
posiblemente se relaciona con una entidad creadora de origen yoruba denominada
Olórum, lo cual sería evidente debido a la presencia de figuras solares y cruces
encima de rostros humanos como parte de esa simbología. No obstante, citando la
superposición de esos mismos elementos sobre pictografías indígenas en la zona
de Matanzas, el autor no descarta la eventual influencia de tradiciones míticas
antillanas sobre grupos de cimarrones que en el siglo XIX, habrían reutilizado
este sitio para sus ceremonias: “Es bueno aclarar que bajo estos criterios no
se pretende introducir una carta que separe de manera radical las
manifestaciones del arte rupestre aborigen de las de posible filiación
africana”, concluye (ibid., p. 50).
De todas formas,
parecería que la discusión sobre el etnónimo por parte del movimiento
afrocolombiano lleva consigo la dificultad (o ventaja) que implica el uso de
términos particularizantes que bajo la óptica regional, derivarían fácilmente
en clasificaciones como “afrosanjuaneño”, “afroatrateño”, “afrosanandresano” o
“afrocaleño”, vocablos que todavía no son de fácil asimilación por parte de las
personas que en este mismo instante, fuera de los círculos políticos y
académicos, laboran en las minas bajo un sol ardiente o son víctimas de la
prostitución, el hambre y la violencia en las grandes urbes. ¿Cómo
interpretarán los arqueólogos del futuro nuestras observaciones, los informes
periodísticos y las estadísticas oficiales?. Es más fácil entender las razones
de Funari cuando propone una arqueología humanista de corte sudamericano que,
haga frente a la Globalización a través de campañas pedagógicas que fomenten la
autocrítica y el discernimiento frente a las desigualdades sociales: “A
Educaçao significa muito mais do que a transferencia da cultura da elite para
as massas (Brandão 1984:18), significa a construção da cultura do povo através
da compreensão da cultura popular cotidiana. Superando a educação reproductiva
e imitativa, preocupada somente com a submissão social e intelectual do
educando” (1993:19).
Más que
referirse a una producción material sincrética, se debería explorar el
significado que esta tuvo a nivel histórico como respuesta adaptativa a las
presiones sociales. No se trataría de distinguir un conjunto de características
para un grupo étnico, sino, el conjunto de características que expresan el
cambio como producto de respuestas culturales de ese grupo étnico en un espacio
y tiempo determinados. Así por ejemplo, cabría preguntarse: ¿Qué efectos tuvo
la abolición de la esclavitud en la Nueva Granada (1852) sobre las
manifestaciones artísticas de los grupos afro que residían en las haciendas y
caseríos próximos al río Amaime (Valle)?. ¿Estamos en capacidad de percibir
esos cambios en la alfarería y/o la metalurgia?. Para Stemper y Salgado
(1993a:85-86), dos objetos con apariencia floral elaborados en oro y cobre que
fueron descubiertos en el asentamiento de Tatabrito (Bajo San Juan), se relacionan
con un complejo artesanal afrocolombiano extendido por toda la Costa Pacífica
al que preceden estilos y técnicas de aleación de origen prehispánico. Los
adornos, cuya edad sobrepasaría los cien años, se atribuyen a los mismos grupos
que ayudaron a construir trochas y comparten tradiciones sobre caminos
empedrados y lugares de enterramiento con indígenas waunanas (1993b:283).
Particularmente, y reiterando aquello de las diferencias en el contexto
regional y socio-cultural, observamos cómo en Jamaica el Code Noir
(Código Negro) permitió a los esclavizados introducir en el sector mercantil
objetos de alfarería de su propia manufactura, la cerámica utilitaria de
terracota denominada yabba (Therrien et.al.2002:40, citando a
Meyers, 1999).
Sobra advertir
la importancia que para esta discusión posee el trabajo de Jimena Lobo Guerrero
en la población de Gachantivá Viejo (2001), pues con ayuda del material
recolectado y la documentación de archivo, desafía el inexplicable silencio o
la aparente indiferencia de la arqueología colombiana a los fenómenos de
contacto. Dicho estudio se apoya en las tesis defendidas oportunamente por
Mónika Therrien de la Universidad de los Andes, en torno a la persistencia de
tradiciones alfareras en el altiplano cundiboyacense durante el periodo
colonial (1991). Hasta ahora toda la cerámica de apariencia “burda” era
considerada “prehispánica”, aunque esta hubiese surgido de las manos del
alfarero muisca en 1546, siete u ocho años después de la fundación de Santafé
de Bogotá. Una brecha que también nos hace conscientes de los obstáculos por
superar en el camino hacia una arqueología afrocolombiana, ya que genera el
mismo interrogante que dio continuidad a las investigaciones norteamericanas en
la década de los sesenta: ¿Acaso no hubo producción cultural por parte de los
grupos afro?: “Aunque la influencia es muy sutil, este estudio y los que lo
preceden plantean que también estos grupos incidieron en la manufactura
alfarera e imprimieron sus propios códigos no sólo en las vasijas que
utilizaban, sino también en las que conformaban el menaje doméstico de grupos
culturales más amplios” (Therrien et.al. 2002:40).
El rapto de
Lucía Angola por parte de cimarrones del palenque de la Magdalena (Costa
Caribe), por ejemplo, introduce una descripción basada en la consulta
archivística que ubica a los esclavizados en el contexto de la “cultura
material”, sin que esa fuente los señale en forma directa como responsables de
la producción de objetos cotidianos: “De esa forma fue tomada por sorpresa Lucía
Angola, en una oportunidad que salió fuera de la calle de la Media Luna a un
tejar a buscar cazuelas, ollas de barro y a recoger ceniza” (Navarrete,
2003:140). Sin embargo, las investigaciones adelantadas por la historiadora de
la Universidad del Valle, demuestran que la vida al interior de la sociedad
palenquera estaba asociada a un interesante desarrollo arquitectónico con
habitaciones o chozas de madera, caña, palma y bejuco, rodeadas de fosos
cuajados de púas venenosas, así como “ramadas” destinadas a la sepultura de los
muertos” (ibid., p. 142-143)
El Proyecto
Arqueológico de Palmares (Brasil), desarrollado por iniciativa de los
profesores Charles E. Orser de The Illinois State University y Pedro Paulo
Funari de la Universidade Estadual de Campinas entre 1992 y 1993, ha marcado un
hito en el estudio de esta temática en Sudamérica debido a que facilita un
entendimiento ampliamente caracterizado en torno a los procesos de adaptación,
transculturación y resistencia de una comunidad de cimarrones surgida en 1605
en la Serranía da Barrigas. A pesar de los frecuentes incursiones de tropas
holandesas y portuguesas que buscaban recuperar el control, este quilombo[5]
supo mantener su autonomía política durante un lapso de ochenta y nueve años hasta su derrota en 1694. En
realidad, el término “Palmares” designa una “región concreta” de 140 km. de
largo que incluye las estribaciones montañosas extendidas paralelamente a la
zona costera en los estados de Alagoa y Pernambuco, área geográfica en la que
se estudiaron catorce yacimientos arqueológicos asociados a la presencia y
actividad de estos quilombos durante casi todo el siglo XVII. Las
investigaciones arrojaron un número considerable de objetos (alrededor de 2500)
entre los cuales se destacan dos tipos de alfarería comunes a todos los
yacimientos excavados: una cerámica gruesa sin decorar de superficie rojiza y
otra fina de características semejantes pero obtenida bajo una temperatura de
cocción de baja a media. A esto se adiciona un recipiente para almacenar grano
que contenía dos hachas de piedra y fragmentos de cerámica.
Se destaca la
presencia de cuatro pipas, dos de las cuales estaban decoradas con “palmeras”,
lo que sugiere una posible alusión simbólica a la resistencia inspirada en lo
que en su momento se denominó “República de Palmares”. El modelo interpretativo
abordado desde el enfoque mutualista de Orser, la teoría del mosaico cultural
de Allen y la perspectiva de clase de Rowlands (citados por Mansilla, op.cit.
p. 14) se apoya en la definición arqueológica de una estructura social
multi-étnica en esta comunidad, lo cual halla eco con la presencia simultánea
en el Sitio 3 de cerámica indígena tupinambá, europea de posible origen
holandés y otra señalada como “Palmarina” cuya filiación cultural, antes que
revivir el paradigma reduccionista de la alfarería Colonoware, debe
entenderse como expresión material de una sociedad pluralista caracterizada por
la creación de nuevas formas estéticas, y no como simple reproducción de
tradiciones africanas, indígenas o europeas pre-coloniales, afirma Funari
(1996:5). En territorio colombiano, una mirada arqueológica a los palenques de
la Costa Caribe, podría definir alguna concordancia con la imagen que María
Cristina Navarrete tiene de esas sociedades cimarronas donde las relaciones de
parentesco afianzadas en la matrifocalidad y la poligamia, dan lugar a un
“conglomerado étnico de construcciones culturales y sociales diversas” (op.cit.,
p. 136).
Esa visión
integral del contexto arqueológico de Palmares facilita deducir las
interacciones dadas a través del comercio de frutos, objetos de metal y armas
de fuego entre enemigos naturales, incluidos algunos colonos que teniendo poco
que perder y poco que ganar, les resultaba más ventajoso económicamente
colaborar con los fugitivos (ibid., p. 7), de ahí que para Mansilla:
“Las relaciones entre africanos, nativos y europeos sólo pueden entenderse en
el marco de un mundo marcado por el colonialismo, el eurocentrismo, el
capitalismo y la modernidad interactuando a nivel particular y global” (op.cit.,
p. 15). Sin embargo, desde la perspectiva contemporánea, los medios de
comunicación brasileros facilitaron que la opinión pública se viese polarizada
entre quienes defendían los resultados arqueológicos como evidencia de una
sociedad abierta y heterogénea frente al opresor y, aquellos que perfilaban la
imagen de una comunidad cimarrona “no muy africana” que reproducía la
explotación colonial al interior de su propio territorio; mientras tanto, las
investigaciones revelaban los vínculos de los palmarinos con estrategias
culturales que integraban el culto a la Virgen María con el “respeto sagrado” a
sus líderes.
De todas formas,
el impacto social de esta labor científica manifiesta una alianza con las
comunidades locales y un movimiento afrobrasilero que (Funari, 1994a), le ha
otorgado vigencia a la memoria de un nuevo héroe nacional: Nzumbi, “...la
primera gran figura negra del Brasil”, cuya muerte, sobre la de aquellos que lo
acompañaron en la resistencia cimarrona de Palmares, es conmemorada el 20 de
noviembre: “Día de la Conciencia Negra”. Su monumento, cual héroe extraído de
las páginas de Carlyle, se yergue sobre una colina ubicada a ocho kilómetros de
una moderna ciudad que paradójicamente, a raíz de los festivales inaugurativos
de 1982, habilitó allí una pequeña carretera que buscando facilitar el acceso a
los turistas destruyó una buena parte de los sitios arqueológicos antes de que
se iniciasen las prospecciones de Orser y Funari (ibid., p. 14, 17-20).
Por último, en
el contexto de todo lo que hemos señalado, queda referirse a las aproximaciones
arqueológicas que a principios de enero de 2003 realizamos en el sitio que la
tradición del Alto San Juan (Chocó-Colombia) denomina “Nóvita Viejo”, haciendo
referencia a un yacimiento ubicado a casi kilómetro y medio de la cabecera del
actual municipio, el cual hizo parte de un reconocimiento general que involucró
otros lugares de la región como San Pablo Adentro y el Canal del Cura
(Municipio de Itsmina), que a pesar de seguir vigentes en la memoria de estas
poblaciones ribereñas, corren el riesgo de desaparecer por efecto negativo de
la industria minera sobre el medio ambiente y los imaginarios sociales que,
dinamizan la enorme riqueza cultural de este departamento ubicado en el
occidente del país; a esto se suman inconvenientes en el orden público
motivados por la presencia de grupos armados que impiden acceder a los sitios
arqueológicos.
En el marco de
las investigaciones pioneras sobre lo que muchos especialistas optan por llamar
“arqueología afrocolombiana”, este trabajo va antecedido por estudios
influyentes en el campo de la etnografía, la etnohistoria y la etnolingüística
que a la fecha deberían ser incorporados a un “modelo integral” cuya aplicación
puede servir de base para futuros estudios; con esto, se quiere enfatizar en la
importancia que tienen los resultados obtenidos como producto de la correlación
de fuentes primarias y secundarias que, aparte de una extensa historiografía,
comprenden la tradición oral, los documentos de archivo, el registro
etnográfico, la iconografía y los recursos visuales y sonoros como fotografías,
mapas y grabaciones obtenidas en campo. Teniendo como punto de partida la
definición y propuesta de esa problemática antropológica por parte de las
mismas comunidades involucradas, se hace también necesario un compromiso
retributivo de tipo pedagógico representado por informes, talleres,
conferencias y publicaciones que involucren a esos grupos étnicos con sus
propias intereses sociales, políticos, económicos y religiosos, facilitando una
aproximación entre el antropólogo y el trabajador social como un hecho
inevitable en el futuro de la disciplina.
Nuestra labor se
había iniciado realmente en la década de los noventa como estudiantes del
Departamento de Antropología de la Universidad de Colombia; allí, la idea
surgió como respuesta a las discusiones sostenidas en los cursos de
arqueología, etnología y etnohistoria coordinados por los profesores Gerardo
Ardila, Jaime Arocha y Adriana Maya respectivamente, en el sentido de definir
los alcances y limitaciones que tendría un proyecto arqueológico sobre las
comunidades afrocolombianas. Poco antes de haber llegado a mis manos una copia
mimeografiada del informe de Armin Schwegler sobre San Basilio de Palenque
titulado: “Hacia una arqueología afrocolombiana: restos de tradiciones
religiosas bantúes en una comunidad negroamericana” (op.cit.)[6],
y de haber tenido conocimiento de la propuesta que Angélica M. Suaza (1995)
estaba desarrollando con la misma población de la Costa Caribe, se había
defendido una ponencia sobre esta temática en Popayán durante el III Encuentro
de Estudiantes de Antropología (López, op.cit.).
Tiempo después,
con un grupo estudiantil interesado en la arqueología histórica, y por expresa
recomendación de la profesora Mónika Therrien de la Universidad de los Andes,
se gestionó la obtención de material bibliográfico que oportunamente nos hizo
llegar la Dra. Betty Meggers del Smithsonian Institution (Washington D.C.) y el
Dr. Pedro Paulo Funari de la Universidade
Estadual de Campinas (Sao Paulo-Brasil). Con ello, y el fuerte interés
que el antropólogo John Antón Sánchez puso entonces en el desarrollo de una
arqueología para su comunidad, fue posible diseñar una propuesta metodológica
inspirada en algunos informes extranjeros sobre arqueología afroamericana que
coincidió con, la publicación de una columna del periódico Huellas de
Condoto-Chocó en el cual Antón cumplía funciones periodísticas, donde se clamaba por la urgencia de un
rescate histórico y arqueológico para el antiguo “Real de Minas de Soledad del
Tajuato” [San Juan del Tajuato en: Escalante, op.cit. p. 75], cuyas
evidencias se hallaban próximas a un caserío que aún conservaba objetos
religiosos de la capilla colonial (Mandinga, 1997:7). Nuestro proyecto debió
esperar hasta mediados de octubre de 2002, cuando el seminario: “Arqueología
Histórica: una mirada hacia nosotros mismos”, programado en la ciudad de Cali
por el Área Cultural del Banco de la República, y que contó con la
participación de los arqueólogos Felipe Gaitán y Jimena Lobo Guerrero, propició
la invitación recibida de parte del Municipio de Condoto y la Fundación Las
Mojarras de la misma localidad, para llevar a cabo un reconocimiento
arqueológico en el sitio que marcaba la ubicación de lo que otrora fue la
capital de la Provincia del San Juan y uno de los emporios mineros de mayor
prestigio durante la transición política que va desde finales de la Colonia
hasta el comienzo de la República de la Nueva Granada:
Nóvita es la
madre del Chocó negro, el epicentro desde donde salió a desperdigarse por el
territorio el mayor número de familias que llevaban en su equipaje la marca de
cientos de años de esclavitud y que heredaron el apellido de sus amos:
Palacios, Moreno, Perea, Caicedo, Hurtado, Mosquera, entre otros...la
importancia que tuvo hasta mediados del siglo XIX está reflejada en que su
nombre figure en los principales mapas, después la decadencia trajo tal olvido
que hasta los mapas la olvidaron (González, 1997:11)
El área de
estudio hace parte del Municipio de Nóvita, el cual se encuentra ubicado a 4º
57´ de latitud norte y 76º 36´ de longitud oeste del meridiano de Greenwich,
con una superficie que alcanza los 1.148
km² ; mientras la cabecera (Foto 3), a 70 mts. de altura sobre el nivel del
mar, se halla emplazada en la margen izquierda del Río Tamaná, el principal
afluente de esta zona que se extiende en sentido E-W desde su nacimiento en el
cerro del mismo nombre a una altitud de 1.600 mts. sobre la Cordillera
Occidental, hasta su desembocadura en la cuenca del San Juan. Posee una
temperatura media de 28ºC (16ºC mínima-33ºC máxima), y siendo distante 132 km.
de Quibdó, la capital del Departamento del Chocó, limita al norte con los
municipios de Condoto e Itsmina y al este con San José del Palmar, mientras al
sur, hace frontera con la antigua población de Sipí (Fundación Las Mojarras,
2000:1-2) para conformar una de las regiones más lluviosas del mundo. El
soporte económico está representado por actividades mineras, agrícolas y forestales
que jurisdiccionalmente, se hallan asociadas a una distribución territorial
conformada por 13 corregimientos y 24 veredas entre las cuales es necesario
distinguir un área de 118.400 has. que, según el Consejo Comunitario Mayor,
corresponde al “territorio ancestral de las comunidades negras” por tratarse de
un área baldía que, ha venido siendo ocupada de generación en generación de
acuerdo a sus prácticas tradicionales, usos y costumbres; motivo por el cual se
ha solicitado justamente al gobierno la titulación colectiva (ibid., p.
3). De cierta forma, es comprensible que en un momento dado las investigaciones
arqueológicas sean importantes en la definición de un respaldo científico que,
fortalezca el derecho de esta población sobre la tierra que ha venido ocupando
durante siglos. Con un problema semejante se articulan las excavaciones
realizadas a partir de 1983 por los mismos indígenas del resguardo de
Guambía-Cauca bajo la dirección de Martha Urdaneta: “La investigación nació
como propuesta del Cabildo de la Comunidad, enmarcada dentro de un interés por
“recuperar” su historia, es decir, por entender su pasado como mecanismo de
fortalecimiento de su sociedad actual y de enriquecimiento en la dirección de
su futuro” (1988:55).
FOTO 3. Panorámica de Nóvita. Se observa la iglesia al fondo
El largo proceso
histórico vinculado a las tradiciones prehispánicas tomó un nuevo rumbo en 1522
cuando las huestes conquistadoras de Pascual de Andagoya provenientes del
Darién, incursionaron en la región sometiendo a los indígenas emberas y
noanamaes que ocupaban las zonas ribereñas de esta vertiente hidrográfica
(Fundación Las Mojarras, op.cit., p. 21), en una campaña que
desembocaría en la conquista general de lo que ahora es el territorio colombiano
a través de los valles interandinos del Cauca y el Magdalena. Es muy probable
que entonces arribaran los primeros esclavizados africanos sirviendo de
asistentes en las fuerzas españolas, tal como se deduce esporádicamente por
medio de la lectura de los cronistas (Ver: Escalante, 1964). Al ser creada la
Gobernación del San Juan (1539) y erigirse la ciudad de Cartago Viejo en el
mismo sitio que hoy ocupa Pereira (1540), comienza el afianzamiento político y
administrativo de un territorio cuyo potencial aurífero condicionará desde
entonces los mecanismos de poblamiento y colonización, de tal forma que hacia
1550, ya se habla del primer asentamiento de lo que más tarde constituirá la
provincia de Nóvita: el Real de Minas de San Felipe (Antón, 1994:2), lugar que
no está bien definido arqueológicamente pero que fue fundado por Francisco
Mosquera, representante de una elite que terminará por afianzarse en el ámbito
jurisdiccional del antiguo Cauca. A este siguió la creación del primer Real de
Minas de San Francisco de Nóvita por parte de Melchor Velásquez en 1572
(Fundación Las Mojarras, op.cit., p.24), en un sitio diferente al área
que abarcó nuestro reconocimiento y que no podemos identificar por ahora.
Con la primera
fundación de Toro en territorio chocoano (1573) se consolida la principal vía
de comunicación de la época entre el valle geográfico del Río Cauca y el
interior de la Costa Pacífica: el Camino de Ita que terminó uniendo las
poblaciones de Cartago y Nóvita. Todo esto propiciará la integración de dos
aspectos fundamentales en la historia de la Provincia del San Juan: el
descubrimiento de un número considerable de yacimientos de oro y platino, la
erección de nuevos asentamientos humanos y reales de minas por toda la cuenca
del Río Tamaná y, la introducción cada vez más numerosa de población africana
para laborar en las minas en reemplazo de la mano de obra nativa; así surgió el
Real de Minas Sed de Cristo en 1640, y con ese nuevo proceso, comenzarían a ser
frecuentes e impactantes las revueltas de los esclavizados en distintos lugares
de la región (ibid., p. 22-24), como efectivamente ocurrió en las minas
de Neguá-Citará, al norte de la zona de estudio (1688).
El traslado y
segunda fundación del Real de San Francisco tuvo lugar el 30 de septiembre de
1709, dando inicio al periodo de mayor auge de la minería y al reforzamiento
político y administrativo con la aparición de figuras como alcaldes, capitanes
y propietarios de origen caucano, los cuales, en forma simultánea con ese
poderío económico, debieron enfrentar los mayores brotes de actividad cimarrona
en la región durante un lapso de ciento cuatro años (entre 1721 y 1825) que
también, incluye el nombramiento de San
Francisco como capital de la nueva Gobernación de Nóvita por disposición de una
Real Cédula del 18 de septiembre de 1726, hecho que le concede aparente
autonomía frente a la jurisdicción de Popayán (ibid., p. 21, 29-30).
En Nóvita, el
paisaje selvático está condicionado por terrenos de origen cuaternario que se
extienden por toda la cuenca del San Juan y sus afluentes. Poco después de su
nacimiento, el Río Tamaná comienza a dar origen a una topografía ondulada que
se acentúa más hacia la parte media de su cauce, en la zona de estudio, donde
ha tenido lugar la conformación de terrazas aluviales entretejidas con
riachuelos que generan valles en forma de “v” y suaves elevaciones con
pendientes de areniscas y pizarras muy alteradas, las cuales, por efecto de las
altas precipitaciones, un drenaje interno imperfecto y procesos físicos de
reducción, han producido suelos extremadamente ácidos de textura franco
arcillosa o franco arenosa. Hacia su parte más baja, en proximidades a la
desembocadura, el visitante puede acceder a tierras con un relieve
plano-convexo sujeto a inundaciones periódicas (ibid., p. 6-7).
El haber
superado las dificultades que implica trasladarse a la zona por una modesta
carretera desde el Municipio de Condoto, atravesando en planchón el Río Tamaná
por el corregimiento de San Lorenzo, facilitó acceder al sitio arqueológico por
un camino de herradura que en dirección sur, nos condujo a la vertiente de una
colina por la cual ascendimos utilizando una trocha angosta y medio cubierta
por la vegetación. En la cima, lo primero que se identificó fueron un conjunto
de canalones tallados en la roca que promediando los 70 cms. de ancho por 30
cms. de profundidad, convergían perpendicularmente hacia la Quebrada
Arrastradero, que en forma paralela a otra denominada Tinaja, y en dirección
sur-norte, desembocaba en el Río Tamaná a unos pocos metros de allí y en
cercanías a una pequeña terraza (Foto 4).
El
reconocimiento se llevó a cabo haciendo un recorrido en grupo (alrededor de
siete personas, incluido John Antón Sánchez) de estos canalones con el
propósito de recolectar el material que había aflorado a la superficie por
efecto del lavado que las aguas lluvias, hacían periódicamente en el terreno
arenoso. Simultáneamente, procedíamos al registro fotográfico y al
levantamiento de un croquis del lugar mientras se depositaban los fragmentos
cerámicos en bolsas plásticas que distinguían las áreas del recorrido donde por
alguna razón, tendía a concentrarse el material diagnóstico; al mismo tiempo,
se cotejaban las observaciones de campo con el registro de la tradición oral
que sobre este emplazamiento, compartía con nosotros el profesor Iber López
como persona especialista en la historia, costumbres y demás valores culturales
de la comunidad de Nóvita: labor etnográfica que era indispensable para ubicar
el sitio en su contexto espacial, temporal y cultural. El trabajo se completó
haciendo la reproducción del perfil estratigráfico del sitio para conocer más a
fondo la naturaleza de los suelos y la técnica que los ocupantes, utilizaron
para la talla de los canalones como parte de un audaz proyecto de ingeniería
antigua.
FOTO 4. Uno
de los canalones observados en el sitio arqueológico
El Plano que se
elaboró teniendo en cuenta un dibujo a mano alzada de Iber López (Mapa 1),
muestra que las áreas de mayor concentración de vestigios arqueológicos también
se distinguen por su distribución respecto de los canalones y el aterrazamiento
próximo al río, así como también, de acuerdo a los tipos de material encontrado
en estas. Es curioso que en el sector del canalón que bordea la terraza, y
encima de la misma, sólo hayamos podido descubrir fragmentos de loza industrial
importada inglesa (Foto 5) de la que se han identificado los siguientes tipos y
formas (Tabla 1), por confrontación con el Catálogo de cerámica colonial y republicana de la Nueva
Granada (Therrien et.al., op.cit.):
TABLA 1. LOZA INDUSTRIAL
INGLESA. SITIO NÓVITA VIEJO (CHOCÓ) |
||
FORMAS |
TIPOS |
DATACIÓN |
Platos |
Borde de concha (Shell edged) en
loza perlada (Pearlware) |
±
1740-1820 |
Platos
y tazas |
Impresión por transferencia (Transfer
print): oriental azul, floral
negro y morado, gótico azul |
±
1760-1820 |
Pocillos |
Decoración floral pintada a mano (Gaudy
Dutch) |
±
1790-1820 |
Platos |
Decoración lineal |
±
1790-1820 |
Azulejos |
Decoración con escenas pintorescas |
[
siglo XVIII] |
FOTO 5. Pocillo recuperado en Nóvita Viejo: tipo decoración floral pintada a mano
Mientras tanto,
sobre el área que desciende hasta la Quebrada Arrastradero, y en cercanías a
otro canalón que nace de ésta, se encontraron cinco fragmentos de una cerámica
burda relacionada con formas de uso doméstico como ollas donde se perciben
manchas de hollín y, cántaros que hacen pensar en la constante necesidad del
transporte de líquidos (Foto 6). Ni el tamaño de la muestra recolectada, ni las
características inherentes a estos objetos nos permiten asegurar por ahora si
esta cerámica es de manufactura indígena y/o afrocolombiana (Tabla 2). Lo único
cierto es que al igual que los documentos de archivo, el registro arqueológico
parecería generar también una momentánea y aparente “invisibilidad” frente a
nuestro intento de ver reflejado allí el componente afro, tal como lo
advertimos en párrafos anteriores. No obstante, el análisis de los vestigios en
el contexto espacial del yacimiento podría definir una alternativa de
interpretación arqueológica.
TABLA 2. CERÁMICA BURDA. SITIO
NÓVITA VIEJO |
|||||||
FORMAS |
PASTA |
SUPERF. |
DECOR. |
DATAC. |
|||
Ollas Cántaros |
DESG. |
COCCIÓN |
TEXT. |
GROS |
Áspera.
Sin rastro de engobe |
Ausente |
Indefin. [siglo
XVIII?] |
Mineral |
Atmósfera reductora |
Mediana |
0.6
cm 1.0
cm |
FOTO 6. Fragmentos de cerámica burda hallada en el sitio
Aquella época, y
los acontecimientos históricos y sociales que la caracterizan, estuvo
determinada por el aumento considerable de una población que en 1778 fue
calculada en 2500 habitantes (Peter Wade, 1990, citado por: Antón, op.cit.,
p. 3-4) distribuidos así: blancos (2%), esclavizados (39%), libres (22%) e
indígenas (37%); demostrando esto no sólo la alta representatividad de los
grupos afro, sino también la significativa presencia de los nativos como
actores de un modelo social y económico de tipo minero que facilitaba procesos
de transculturación. El capitán de ingeniería Juan Jiménez Donoso (1780, f.
7r), quien visitó la zona dos años después del censo, hace un registro de la
población afro distinguiendo entre “esclavos” (1129) y “libres” (460), aparte
de mencionar que la provincia está regida por un Gobernador Político y
Comandante General de Armas acompañado de tenientes que, también actúan como oficiales
y corregidores de “indios”. En lo referente a la extracción de oro, comenta:
“Para el laboreo de minas husan de lavatorio, ya de las aguas cuando llueve, o
de las albercas y tanques donde la conservan a este fin. Rompida la tierra y
desecha a fuerza de mucho trabajo la lavan para que por este medio quede el oro
en polvo limpio” (f. 12r).
Como lo señala Hidalgo, el oro de Nóvita
era acuñado en Popayán y Santafé de Bogotá mientras el platino era utilizado
para altares y objetos suntuosos de la aristocracia, a cambio, la región
demandaba hachas de hierro, agujas, sal, vino, sebo, aguardiente y vestidos de
lujo para los esclavistas (1998:1).
La integración
de las evidencias materiales y espaciales del sitio arqueológico nos ha
permitido hacer yuxtaposiciones historiográficas, archivísticas y etnográficas
que son importantes para entender lo que fue realmente “Nóvita Viejo” en el
contexto cultural de la región y de la zona específicamente, permitiendo la
formulación de hipótesis en torno a la funcionalidad que ese emplazamiento tuvo
durante la Colonia y parte de la República, periodos a los cuales se vinculan
los fragmentos de alfarería recuperados en el sector norte al definir un rango
cronológico que se ubica entre los años 1740 y 1820. Desde un principio,
nuestra interpretación sobre el uso de los canalones vio en las observaciones
etnográficas sobre la minería en el Alto San Juan, tan puntualmente descritas
por Aquiles Escalante (1971), el recurso analógico para definir la vinculación
de este lugar con los reales de minas. El antropólogo destaca la persistencia
de los antiguas técnicas de explotación colonial entre las comunidades
afrochocoanas a través de procedimientos manuales que implican el uso de
instrumentos como almocafres, cachos, barras, totumas y bateas para separar los
detritos y obtener la “jagua” o arenilla negra y brillante que contiene los
minerales valiosos.
En este proceso,
que Escalante señala como “minería de oro corrido”, el canalón debe construirse
al pie de barrancos con valor auroplatinífero haciendo que el agua corra desde
pequeñas represas o pilas que se alimentan de las fuentes cercanas o las aguas
lluvias, con el propósito de ir lavando la materia prima que se escarba antes
de proceder a la separación de los cascotes y al ejercicio del “mazamorreo”,
actividad tradicionalmente femenina que permite separar el oro del platino a
través de movimientos oscilatorios de la batea (ibid., p. 78-82): una
descripción etnográfica que coincide mucho con el reporte hecho por Jiménez
Donoso en 1780 (op.cit.). Además, según el Tratado de Mineralogía
del ingeniero Angel Díaz, comisionado por el virrey para inspeccionar el Real
de San Sebastián Quiebralomo (Marmato), el canalón o “socavón de desagüe”
necesita ser cavado sobre el terreno con una leve pendiente que varíe dos
pulgadas por cada diez varas castellanas de largo (poco más de 800 mts.) que
evite el empozamiento del agua (citado en: Hernández de Alba y Espinosa,
1991:45), mientras la fuerza de arrastre se controla con la apertura o el
cierre gradual de un dispositivo o esclusa ubicada en la pila. Sin embargo,
este último elemento de ingeniería que complementa el “entable minero” (Escalante, op.cit.) no fue plenamente
identificado durante nuestra labor arqueológica; asunto que expresa la
necesidad de continuar las investigaciones en este sitio de “Nóvita Viejo”.
En cambio, en lo
que corresponde a la relación espacial del yacimiento con la estructura grupal
jerarquizada y la organización administrativa que caracterizaba a los reales de
minas, encontramos una alta correlación con las fuentes historiográficas cuando
hacen referencia al uso de cuadrillas de unos veinte esclavizados dependientes
de la autoridad de un mayordomo o administrador generalmente “blanco” o “mulato”
que, goza de la confianza del dueño y se vale de un capitán o jefe de cuadrilla
“negro” para controlar la actividades mineras, en especial la distribución de
comida, la disciplina diaria y la recolección semanal de oro y platino
destinado a satisfacer el impuesto del Real Derecho de Quintos a razón de 3%
(West, /1952/1972; Whitten y Friedemann, op.cit. p. 102; Escalante, op.cit.,
p. 76). Se deduce también que la expresión “Real de Minas” no indica un sitio
particular de explotación, sino un conjunto de “minas” subdivididas en frentes
o “cortes” extendidos por un área geográfica determinada y que, como es lógico,
eran vigentes mientras no se agotara el potencial aurífero; en caso contrario,
ello justificaba el traslado a desaparición de estos asentamientos; lo que
efectivamente ocurrió en repetidas ocasiones con la población de Nóvita por
toda la cuenca del Río Tamaná. Según Robert West, una cuadrilla podía estar
compuesta de un número de individuos que oscilaba entre media docena y ciento
cincuenta aproximadamente, estando clasificados como piezas de roza si
las actividades se concentraban en el mantenimiento de las chagras que estaban
asociadas a los cortes de mina; en seguida agrega: “Dentro de ellos se
construían las cabañas de caña y techos de pajas, de los cuales se distinguía
la casa del capataz, una capilla pequeña y un centro de acopio que cumplirá las
funciones de herrería para fabricar y elaborar los instrumentos de minería” (op.cit.).
También se
destaca la importancia de las relaciones que Whitten y Friedemann denominan “socio-sexuales”, apoyándose en los
estudios de Price (1955) sobre el eventual concubinato entre los
administradores con las mujeres esclavizadas (op.cit., p. 102), algo que
nuestra aproximación teórica tiene en cuenta para comprender la producción
transcultural a partir de fenómenos de mestizaje entre los ocupantes de estas
unidades productivas que, al mismo tiempo, constituían “organizaciones
socio-económicas” donde también aparecen comprometidos los grupos indígenas
emberas y noanamaes (West, op.cit.). ¿Quiénes elaboraron entonces la
cerámica burda hallada en el sector meridional del sitio arqueológico de Nóvita
Viejo?.
El análisis cartográfico que nos brinda la observación
del “Mapa de la zona entre los ríos San Juan y Tamaná” del año 1781, y
que reposa en la sección Colonia del Archivo General de la Nación (Mapoteca 4,
415-A VC.219; publicado por González, op.cit., p. 11), no sólo permite
confirmar en apoyo de la loza industrial inglesa descubierta (± 1740-1820), la
hipótesis de West (op.cit.) que plantea la identificación de ese sitio
con el Real de Minas de San Francisco de Nóvita (1709-1854), sino también la
funcionalidad del emplazamiento como un antiguo “corte de mina” perteneciente a
esa jurisdicción, y no exactamente como la “ciudad perdida” que ha pretendido
verse reflejada en aquellos vestigios; más que eso, se trataría del fragmento
de un poblado sin mucha extensión, una especie de caserío o puerto fluvial que
aún en 1843 no alcanzaba los cinco mil habitantes (ver: Bolaños, 1992:55).
El mapa señala
la ubicación de Nóvita hacia la franja izquierda del Río Tamaná, al oeste de la
Quebrada Aguaclara (Mapa 2). Desde allí surge un camino que continúa bordeando
la ribera hasta acceder a Juntas, lugar donde empieza a bifurcarse para acceder
hasta la población de Tadó (en sentido norte), o bien, para dirigirse al Río
Ingara (dirección este) y seguir internándose en la Cordillera Occidental,
donde supuestamente hacía conexión con la ruta que llevaba a la nueva ciudad de
Cartago, trasladada en 1691 desde su primitiva ubicación hasta el actual
Departamento de Valle del Cauca (Cano et.al., 2001:79-80). Lo que más
interesa a nuestras conclusiones tiene que ver con el asentamiento mismo, pues
se observa que la población de Nóvita, señalada con un círculo y una cruz (curato), está unida por
una especie de trocha con otra área denominada “Bodega”, que por estar más
próxima al río, se yuxtapone espacialmente con la población actual[7],
mientras que el sitio arqueológico podría corresponder con un sector marginal
del antiguo San Francisco de Nóvita, lo cual indicaría que el yacimiento más
importante aún está por descubrirse al interior de la zona, un poco más al sur.
De esa forma,
podemos concluir reiterativamente que el sitio que hasta el momento se denomina
“Nóvita Viejo” corresponde en realidad a un “corte de mina” donde la
distribución y las características de las evidencias materiales, reflejan
hipotéticamente su estructura jerarquizada: un espacio destinado a los
administradores o mayordomos (aterrazamiento con alta presencia de loza
industrial inglesa) y otro restante para los individuos obligados a extraer la
riqueza mineral, los verdaderos artífices de los canalones y toda la red de
ingeniería hidráulica, y seguramente, de la cerámica burda que descubrimos en
cercanías a la Quebrada Arrastradero. ¿Quiénes fueron?. El sentido común
parecería creer que fueron los antiguos afrochocoanos, con o sin influencia
cultural indígena y/o europea, pero la rigurosidad científica nos obliga a ser
prudentes a la altura de una investigación que apenas inicia y de la cual el
público tuvo conocimiento gracias a las notas periodísticas asociadas al
desarrollo del simposio: Etnicidad Afrocolombiana. Visión Endémica III,
realizado en la ciudad de Manizales durante el X Congreso de Antropología en
Colombia (Anónimo, 2003).
Así, la ventaja económica de la explotación minera recaía verdaderamente en miembros de la elite caucana como Francisco Arboleda y Tomasa de Ibargüen, cuya parentela aún defendía intereses en la localidad aunque se hubiese consolidado el proceso independista que dio origen a la República de la Nueva Granada, según consta en un documento firmado en Nóvita que reposa en el Archivo Histórico de Cali, relativo al poder que Francisco Paterson Sander otorga a José Antonio Borrero para que lo represente con anuencia de su esposa Juana María Ibargüen (AHC, Notaría Segunda, Tomo 1, Nos. 1-167, folio 49. 1834). En consecuencia, la situación para los grupos afro no era muy distinta a finales del siglo XIX en las haciendas y emporios industriales del Cauca, tal como puede definirse con ayuda de los registros fotográficos de esta época (Foto 7); muchos de los antiguos esclavizados debieron permanecer en sus lugares de trabajo al no tener otra alternativa de subsistencia, pues uno de ellos, Sixto Borrero, murió anciano en la hacienda Piedechinche (El Cerrito-Valle) mostrando a los nuevos colonos de la zona las “marcas” impuestas por los esclavistas terratenientes (López, 2002:262-263).
La propuesta de
continuar adelantando un programa de arqueología para y desde las comunidades
afrocolombianas, deberá ganar vigencia a través de un desarrollo metodológico
que, desafíe los obstáculos que implica hacer exploraciones en selvas
tropicales húmedas con el agravante de los problemas de orden público en casi
todo el Chocó Biogeográfico, específicamente en la subregión del San Juan. En
este tipo de labor arqueológica se hace estrictamente necesario definir la
ubicación de los antiguos emplazamientos (reales de minas) extendidos a lo
largo de la cuenca del Tamaná, al tiempo que la problemática local representada
por la antigua población de Nóvita se articula regionalmente con fundaciones
más antiguas como Sipí y el primer emplazamiento de Toro-Valle, vestigios que
fueron localizados a principios del siglo XX y que terminaron perdiendo
importancia frente al concepto reduccionista de la arqueología colombiana como
arqueología exclusivamente indígena. De esa forma, el estudio sobre la dinámica
social y cultural en la región durante la Conquista, la Colonia y la República,
sólo deberá ser explorada como parte de un contexto histórico dependiente de la
antigua jurisdicción de Popayán, lo cual involucra la ruta que unía a las
viejas poblaciones de lo que hoy es el norte del Valle y el Viejo Caldas con el
San Juan a través de caminos olvidados.
Frente a ese
panorama, es indispensable articular, revisar y confrontar la información
historiográfica con una rigurosa búsqueda y consulta de fuentes primarias que
aguardan en los archivos: General de la Nación, Central del Cauca, Histórico de
Cali, Parroquial de Nóvita, Catedral de Itsmina, Catedral de San Francisco de
Asís de Quibdó (bastante afectado por los incendios durante el siglo XIX),
Catedral de Cartago y Parroquial de Toro-Valle, principalmente. El éxito de las
fases de prospección y excavación arqueológica dependerían entonces de una
reconstrucción cartográfica que genere una alta probabilidad en la
ubicación de los sitios, antes que
exponer al fracaso una búsqueda desorientada y costosa en medio de un paisaje
selvático donde los agentes patógenos acechan con frenesí. El curso de las
investigaciones debería estar integrado, como señalamos arriba, a ejercicios de
participación comunitaria que revitalicen el sentido de pertenencia a la
región, a través del agradable proyecto de rescate de las tradiciones
sanjuaneñas con ayuda de cartillas, talleres y actividades de campo que
permitan ir definiendo el trabajo arqueológico como una actividad social, antes
que un simple mecanismo para la recuperación de objetos exóticos.
El colapso del antiguo Real de Minas de San Francisco de Nóvita (Figura 1), estuvo precedido por un descenso demográfico que se explica por la conjunción de varios factores como: una alta tasa de mortalidad debida probablemente a epidemias de fiebres tropicales, conflictos de los mineros en medio de la usura y el contrabando en una región con perdida de autoridad por causa de las guerras civiles, el impacto del cimarronismo y la manumisión (ver: Antón, op.cit., p. 8-11; Jiménez, op.cit.; Fundación Las Mojarras; op.cit., p. 30), pero ante todo, por haber sido abolida la esclavitud a partir del 1º de enero de 1852. La “ciudad bastante grande y famosa por minas de oro”, cuna de presidentes de la República y miembros de familias esclavistas cuya memoria iconográfica vive en las salas del Museo Nacional de Colombia; la capital de la provincia y puerto comercial a donde Jorge Enrique Isaacs, padre el autor de María, transportó sus mercancías de bayetas y lienzos (“todo seco y sano”) para Miguel González Otoya en 1842 (En: AHC, Notaría Segunda, Tomo 1, Nos. 1-49, folio 199r. 1841-1842), pasó a ser descrita por la Comisión Corográfica en 1851 como una población donde: “...no hay escuela, no hay iglesia, no hay establecimiento público ni privado, ni talleres, ni conventos, ni oficinas, casi ni gente. Sus habitantes andan casi desnudos, con pies en el suelo, una camisa de listado y unos altos y estrechos pantalones de dril”. Quizá, con las reformas constitucionales y la creación de nuevos municipios, los últimos habitantes del Real de Minas se vieron obligados a ocupar distintas zonas en toda la cuenca del Río Tamaná, dando paso a una transformación demográfica que condicionó el surgimiento de la actual San Jerónimo de Nóvita en el año de 1854 (Hidalgo, op.cit.), atrás, los antiguos noviteños dejaron sepultados en la selva los vestigios materiales e “invisibles” de un pasado de explotación y abuso que, se ha convertido en leyenda para dar origen a imaginarios sociales que no logran precisar en todos sus aspectos el verdadero significado de lo que ha sido la esclavitud.
Fragmentos de
esa realidad histórica hacen parte del inventario parroquial: “Esta es la mesa
que perteneció a Tomasa de Ibargüen traída desde Nóvita Viejo. ¿¡Pesa!?: ¡lo
que usted quiera!”, afirma el Presbítero Gildardo Alzate mientras procede a
señalar un retablo de plata que tiene repujada una asociación simbólica del
Real de Minas de San Francisco (Entrevista. 4 de enero de 2003). Fuera del
templo, uno de los objetos más curiosos de esa época se encuentra ubicado en el
centro de la plaza; es una lápida semi-ovalada hecha en basalto aparentemente
destinada a la tumba de Francisco Eusebio Martínez Bueno (1800?-1841), antiguo
gobernador del Chocó nacido allí en Nóvita y que falleció de un balazo en
Andágueda tratando de someter una rebelión contra el gobierno (Gaitán,
1995:557-559). Según la leyenda, al conocerse la muerte de Martínez, esa lápida
fue traída desde Cartago atravesando la cordillera hasta acceder a Nóvita por
el Río Tamaná, pensando que la muerte del gobernador había ocurrido allí. Al
darse cuenta de su error, y siendo ya bastante conscientes del enorme peso,
optaron por dejarla abandonada en la zona hasta ser recuperada muchos años
después[8]
(Foto 8). La inscripción, que ya no es legible por el efecto degradante de la
lluvia y el abandono, sólo puede conocerse en la localidad gracias a la
tradición del profesor Iber López: “«Caminante, ve y dile a la Nueva Granada
que he muerto por obedecer sus leyes..»” (Entrevista. 4 de enero de 2003).
FOTO 8. Lápida de Francisco Eusebio Martínez
Bueno (1800?-1841)
en el
centro de la plaza de Nóvita
Tres años
después (14 de noviembre de 1844), otro miembro de ese extenso linaje
aristocrático, Carlos Martínez, bautizaba de emergencia al hijo de una pareja
de esclavizados en su hacienda El Alisal, cercana a la aldea de El
Cerrito-Valle. En un suceso cotidiano que puede generar distintas
interpretaciones, el esclavista buscaba impedir a través de este rito católico
que el alma de la criatura en peligro de muerte, quedase atrapada en el “limbo”
para toda la eternidad (López, op.cit., p. 99-100). Cuando Juan Angel
Molina, atravesó el umbral de las habitaciones de Luciano Rivera y Garrido para
narrarle aventuras que a él mismo le parecían legendarias, aquel año de 1897,
quizá iba meditando un poco sobre reinos africanos perdidos en el tiempo
similares a los descritos por Jorge Isaacs en su novela María:
“Siendo niña
todavía cuando Sinar vino como siervo a casa del vencedor de Orsué, la cautivó
al principio la digna mansedumbre del joven guerrero, y más tarde su ingenio y
hermosura. Él le enseñaba las danzas de su tierra natal, los amorosos y
sentidos cantares del país de Bambuk; le refería las maravillosas leyendas con
que su madre lo había entretenido en la niñez; y si algunas lágrimas rodaban
entonces por la tez úvea de las mejillas del esclavo, Nay solía decirle:
--Yo pediré tu
libertad a mi padre para que vuelvas a tu país, puesto que eres tan desdichado
aquí.
Y Sinar no
respondía; más sus grandes ojos dejaban de llorar y miraban a su joven señora
de manera que ella parecía en aquellos momentos la esclava” (op.cit., p. 150-151)
¿Quiénes elaboraron la cerámica burda
descubierta en el sector meridional del sitio arqueológico de “Nóvita Viejo”?.
Aunque el corazón dice que fueron los esclavizados del Real de Minas,
lastimosamente aún no podemos demostrarlo con exactitud, quizá alguien lo pueda
hacer un día; pero lo cierto, es que la experiencia que hemos compartido aquí
trae consigo un gran mensaje: aprender a
valorar lo pequeño, aprender a ver lo grande en lo pequeño, recordar una
máxima del profesor Jesús María Botero del Servicio Nacional de Aprendizaje.
SENA, a quien conocí en Medellín en el año de 1988 cuando era estudiante de
mecánica. Ignoro si él fue el autor, o retomó esa frase de alguien a quien
desconozco, pero decía: “Muchachos: No se olviden que de los pequeños
detalles... están hechas las grandes catedrales”.
AGRADECIMIENTOS
El autor quiere rendir un sincero agradecimiento
a las personas e instituciones que facilitaron el desarrollo de una idea que en
su etapa inicial, surgió como respuesta a la fe que un grupo de académicos y
líderes de las comunidades de Nóvita y Condoto, depositaron en el enfoque
alternativo que ofrece una arqueología afrocolombiana como elemento de su
propia reconstrucción histórica. De esa manera, agradezco a mi colega John
Antón Sánchez, a su familia y a la Fundación Las Mojarras de Condoto, la
cordial invitación para llevar a cabo el reconocimiento en la zona de estudio,
así como también, a Rafael Pereachalá Alumá por haber compartido su entusiasmo
y valiosos conocimientos sobre la historia y geografía de su Chocó nativo,
refugio cultural de la humanidad que, ama y defiende con perseverancia y heroísmo.
En Nóvita, al presbítero Gildardo Alzate y al profesor Iber López por su
voluntad de compartir con nosotros, tantos secretos ancestrales del Real de
Minas de San Francisco. Por último, hago extensiva mi gratitud a los Drs. Betty
Meggers del Smithsonian Institution de Washington D.C. y Pedro Paulo Funari de
la Universidade Estadual de Campinas-Brasil, por sus valiosos aportes
bibliográficos e investigativos a nuestro proyecto desde aquella época
estudiantil.
FUENTES
AHC.
Archivo Histórico de Cali. Notaría Segunda, Tomo 1, Nos. 1-167, folio
49. 1834.
-------------------------------------------. Notaría Segunda, Tomo 1, Nos. 1-49, folio
199r 1841-1842.
ANÓNIMO.
“Vigencia de la afrocolombianidad”. “Hallan vestigios de
Nóvita Viejo”. En: La Patria
(Manizales, Sept. 26). 2003.
ANTÓN SÁNCHEZ, John. Manumisión y proceso de libertad en la
ciudad colonial de Nóvita. 1849-1850 (inédito). 1994.
----------------------------------. Anotaciones para una arqueología
afrocolombiana (inédito). Bogotá, oct. 24 / 2002.
ARCHIVO DEL PATRIMONIO FOTOGRÁFICO Y
FÍLMICO DEL VALLE DEL CAUCA. Cali: Gobernación del Valle del Cauca. Secretaría
de Cultura y Turismo. 2000.
BOLAÑOS LEMUS, Nancy. La formación del Estado y la problemática
regional. Un estudio de caso, el Chocó siglos XIX y XX. Santafé de Bogotá:
Universidad de los Andes. Centro Interdisciplinario de Estudios Regionales.
CIDER. 1992.
BOTERO RESTREPO, Jesús. Andágueda.
Medellín: Editorial Bedout. 1968?
CANO ECHEVERRI, Martha Cecilia et.al. Encuentro con la historia: Catedral de
Nuestra Señora de la Pobreza. Pereira: Fundación Autónoma pro-restauración de
la Iglesia Catedral Nuestra Señora de la Pobreza. 2001.
ENTREVISTA CON el profesor Iber López. En
el sitio arqueológico de Nóvita Viejo el 4 de enero de 2003.
ENTREVISTA CON el Pbro. Gildardo Alzate. En
su despacho de la Parroquia de San Jerónimo de Nóvita el 4 de enero de 2003.
ENTREVISTA CON Esther Mosquera. En su
residencia de San Pablo Adentro, Itsmina-Chocó, el 6 de enero de 2003.
ESCALANTE, Aquiles. El negro en Colombia. Bogotá: Universidad
nacional de Colombia. Facultad de Sociología. 1964.
------------------------------.La minería
del hambre (Condoto y la Chocó Pacífico). Barranquilla: Ediciones Universidades
Medellín, Córdoba y Simón Bolivar. 1971.
FERGUSON, Leland. Archaeology and Early African America.
1650-1800. Washington and London: Smithsonian Institution Press. 1992.
FUNARI, Pedro Paulo A. “Memoria histórica e cultura material”. En: Revista Brasileira de História. Vol. 13.
No. 25/26. 1993. p. 17-31.
-----------------------------------. “La cultura material y la arqueología en
el estudio de la cultura africana en las Américas”. En: América Negra, No. 8 (Dic.). Bogotá:
Pontificia Universidad Javeriana. 1994a. p. 33-47.
--------------------------------. “Rescuing ordinary people´s culture: museums,
material culture and education in Brazil”. En: The
present past: heritage, museums and education. Edited by Peter G. Stone and
Brian L. Molyneaux. London and New York. 1994b. p. 121-136.
--------------------------------. “Mixed features of archaeological theory
in Brazil”. En: Theory in
Archaeology: A world perspective. Edited by Peter J. Ucko. 1995. p. 237-250.
--------------------------------. “Novas perspectivas abertas pela
arqueología da Serra da Barriga”.
En: Curso sobre cultura afro-brasileira, coordenado pela profesora Lilia
M. Schwarcz. Departamento de Historia. Instituto de Filosofia e Ciencias
Humanas da Universidade Estadual de Campinas. 1996. p. 1-20.
FUNDACIÓN LAS MOJARRAS. “Anotaciones puntuales acerca del
Municipio de Nóvita”. Condoto-Chocó.
2000.
GAITÁN, Efraín. Grandes del Chocó. Desde Colón hasta hoy.
Tomo II. Medellín: Alas libres. 1995.
GONZÁLEZ ESCOBAR, Luis Fernando. Chocó en la cartografía histórica. De
territorio incierto a departamento de un país llamado Colombia. Quibdo: Banco
de la República. Área Cultural. 1997.
HALEY, Alex. Raíces: historia de una familia americana.
Traducción de Rolando Costa Picazo. Buenos Aires: Emecé. /1976/1978.
HERNÁNDEZ DE ALBA, Guillermo y ESPINOSA,
Armando. “Tratados de minería y
estudios geológicos de la época colonial”. 1616-1803. Bogotá: Academia
Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Colección Enrique Pérez
Arbeláez, No. 4. 1991.
HIDALGO, Edgard. “¿Que sabe usted sobre San Jerónimo de
Nóvita?”. En: Chocó Siete Días, No.
171 ( Quibdó, nov.). 1998. p. 4.
ISAACS, Jorge. María. Santafé de Bogotá: Sol 90. /1867/2001.
JIMÉNEZ DONOSO, Juan. Relación de las provincias del Chocó, Zitará,
Nóvita y del río Atrato. Santafé de
Bogotá: Banco de la República. Biblioteca Luis Angel Arango. Libros Raros y
Manuscritos. 1780.
LA ROSA CORZO, Gabino. “Rescate de Olórum (Estudio de arqueología
afroamericana)”. En: América Negra, No. 12 (Dic.). Bogotá: Pontificia
Universidad Javeriana. 1996. p. 39-57.
LOBO GUERRERO, Jimena. Respuestas culturales al sistema de
dominación indígena durante el periodo colonial. Un estudio de Arqueología
Histórica en Gachantivá Viejo: pueblo de indios (Tesis). Bogotá: Universidad de
los Andes. Departamento de Antropología.
2001.
LOPEZ CANO, Luis Francisco. La tumba de María Isaacs: génesis y
desarrollo de una leyenda vallecaucana. Bogotá: Ministerio de Cultura. Premios
Departamentales. 2002.
-----------------------------------------. Propuesta para una arqueología de las
comunidades afrocolombianas.
Ponencia presentada durante el III Encuentro de Estudiantes de
Antropología. Popayán: Universidad del
Cauca. 1993.
MANDINGA (Seud.). “En busca del pasado afrochocoano. Soledad
del Tajuato: urge rescate histórico y arqueológico”. En: La
Prensa del San Juan, Año 1, No. 1, Condoto-Chocó, oct / 1997. p. 7
MANSILLA CASTAÑO, Ana María. Patrimonio afroamericano en Brasil:
arqueología de los quilombos.
Departamento de Prehistoria. Universidad Complutense de Madrid.
2000. En: http://
www.ucm.es/info/arqueoweb/word/2(2)/mansilla.doc
MOSQUERA PEREA, Néstor Emilio. Diez tesis afrocolombianas e indígenas.
Medellín: Úryco. 2003.
NAVARRETE, María Cristina. Cimarrones y palenques en el siglo XVII.
Cali: Universidad del Valle. 2003.
NEIRA, Armando. “Agonía sin fin”. En: Revista Semana, No. 1045 (may./ 2002). p.
32-40.
PEREACHALÁ ALUMÁ, Rafael. El problema
del etnónimo. Ponencia presentada durante el simposio: Etnicidad Afrocolombiana,
Versión Endémica III. Manizales: X Congreso de Antropología en Colombia. 2003.
PETERSEN,
james B. y WATTERS, David R. “Afro-montserratian
ceramics from the Harney Site Cemetery, Montserrat, West Indies”. En:
Annals of Carnegie Museum, Vol. 57, Article 8 (sept.). 1988. p. 167-187.
PRESENCIA AFRICANA (Catálogo). Caracas:
Consejo Nacional de la Cultura. Fundación Museo de Ciencias. Centro de Estudios
Africanos y Afroamericanos Juan Liscano. Fundación Conmemorativa Bessie H.
Scott. 1993.
SCHWEGLER, Armin. Hacia una arqueología afrocolombiana: restos
de tradiciones religiosas bantúes en una comunidad negroamericana
(mimeografiado). 1991.
SINGLETON,
Theresa A. An Archaeologycal
Framework for Slavery and Emancipation. 1740-1880. En:
Historical Archaeology in the Eastern United States. Edited by Mark P.
Leone and Parker B. Potter, Jr.
1988. p. 345-370.
STEMPER, David M. y SALGADO LÓPEZ,
Héctor. “Metalurgia prehispánica y
colonial-republicana en el pacífico colombiano”. En:
Revista Colombiana de Antropología, Vol. 30. 1993a. p. 59-89.
----------------------------------------------------------------------. “Tres milenios de historia con base en la
arqueología del Pacífico”. En:
Colombia Pacífico, Tomo 1. Editado por
Pablo Leyva. Santafé de Bogotá: Fondo
FEN. 1993b.
SUAZA ESPAÑA, María Angélica. Una aproximación desde la perspectiva
arqueológica a la problemática cimarrona (Tesis). Bogotá. Universidad Nacional
de Colombia. Departamento de Antropología. 1995.
THERRIEN, Monika. Basura arqueológica y tecnología cerámica.
Estudio de un basurero de taller cerámico en el resguardo colonial de Ráquira,
Boyacá (Tesis). Bogotá: Universidad de los Andes. Departamento de Antropología.
1991.
---------------------------- et. al. Catálogo de cerámica colonial y republicana
de la Nueva Granada. Bogotá: Banco de la
República. Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales. 2002.
URDANETA FRANCO, Martha. “Investigación arqueológica en el resguardo
indígena de Guambía”. En: Boletín del Museo del Oro. Banco de la República,
No.22. 1988.
WEST,
Robert Cooper. La minería de aluvión en Colombia
durante el periodo colonial. Bogotá: Imprenta Nacional. /1952/1972.
WHITTEN,
Norman E. y FRIEDEMANN, Nina S. “La cultura negra del litoral
ecuatoriano y colombiano: un modelo de adaptación étnica”. En: Revista Colombiana de Antropología, Vol. 17.
1974. p. 75-115.
[1] De Buga, municipio del actual Departamento del Valle del Cauca,
Colombia
[2] Antes que recurrir a una clasificación antropométrica, el término mestizo
es utilizado aquí desde una perspectiva histórica para hacer referencia a
individuos que entran en escena como producto de relaciones genéticas y
culturales entre aquellos troncos: el esclavizado traído de Africa, el europeo
y el indígena americano. Así por ejemplo, el informe sobre las provincias del
Chocó que el capitán de ingenieros Juan Jiménez Donoso dirige a las autoridades
españolas en 1780, hace distinciones entre libres y esclavos de “varios
colores” (folio 7r).
[3] Señala por ejemplo la costumbre de enterrar a los muertos con objetos
personales como ropa, tenedores y esteras; de la misma forma: cementerios a la
entrada o salida de los poblados y tumbas protegidas por techos, al tiempo que
no es clara la versión palenquera del “culto del niombo” o tipo de momificación
practicada por grupos africanos. La discusión empieza cuando nos vemos
obligados a reconocer que esas manifestaciones culturales también hacen
presencia en otras sociedades del mundo, entre ellas la indígena americana y la
europea.
[4] No sería descartable efectuar una profundización teórica acerca de la
pertinencia o no del concepto de “comunidad” para referirse a las poblaciones
afro que subsisten bajo el régimen de la esclavitud.
[5] El término Ki-lombo se origina de la palabra angolesa ovimbundu,
que en lengua kimbundu significa “casa” o “agrupación de hombres guerreros con
fines rituales” (Mansilla, op.cit. p. :13). Para Funari (citado ibid.),
esa primera designación terminó adquiriendo connotaciones negativas a pesar de
que durante el siglo XVII, los propios ocupantes de Palmares, esclavizados que
huían de las plantaciones de la costa nordeste del Brasil, denominaban Angola
Janga (Pequeña Angola) a ese conjunto de asentamientos; posible relación
ancestral de los rebeldes con el occidente de Africa. Los quilombos son la
versión brasilera de nuestros famosos palenques de las costas atlántica
y pacífica, y uno que otro en el interior del país.
[6] Obsequio que todavía agradezco a mi colega Carlos Páramo.
[7] Ubicada por cierto, en proximidades a una “Quebrada Bodega”
[8] Hay que destacar cómo la leyenda hace “invisible” la identidad de las
personas que “directamente” soportaban el peso de la lápida hasta el sitio de
Nóvita, los cuales podrán deducirse en el contexto histórico y social que hemos
descrito en este trabajo.
Comentarios
Publicar un comentario